Escritora humanista.
¿En qué momento somos conscientes de cuánto hay de nosotros en nosotros mismos y cuánto del resto nos ha consumido? Cuando nacemos, somos una caja vacía. Solo existe el vacío que está a la espera de lo lleno. Una caja, siendo lo más simple, no es algo hasta que tú decides qué meter en ella y qué etiqueta ponerle. Nosotros, como humanos, somos iguales. No somos algo hasta que se empieza a llenar la caja. Pero, esta caja, no la llenes tú solo. Es imposible que una caja vacía se colme a sí misma. Es llenada por otros, que depositan sus miedos, sus normas, sus juicios.
Gateamos, reímos, decimos nuestra primera palabra y más pronto que tarde estamos en el colegio aprendiendo a sumar, restar, el nombre de los animales y como se escribe nuestro nombre. No entiendes por qué mamá o papá no te enseñan eso, simplemente sabes que tienes que ir todos los días.
Haces tu primer amigo, y te dice que sus juguetes son más bonitos que los tuyos, entonces al día siguiente, tienes unos iguales. Tu profesora te dice que, cuando pintes, no te salgas de la línea. Entonces, tú te frustras porque te es imposible pintar sin salirte. Y, además, a ti te gusta más tu propio trazo.
Entras al instituto, y el profesor pide que te aprendas infinitas páginas de memoria. No entiendes por qué, pero lo haces. No obstante, prefieres aprender de otra manera. El chico o chica que te gusta prefiere el pelo corto. Entonces, tú te lo cortas. Tus amigos te dijeron que tu gusto musical era “rarito”. Entonces, tú empiezas a escuchar su música.
La caja se está llenando deprisa, pero es de cartón, y tiene dentro cosas puntiagudas que la dañan. Entonces frenamos y preguntamos, ¿cuánto hay de mí en mí y cuánto hay de otros?
Cito una de mis frases favoritas del Club de los Poetas Muertos: “Me he subido a mi mesa para recordar que hay que mirar las cosas de un modo diferente. El mundo se ve distinto desde aquí arriba”.
Y desde luego que cuando lo miras parado encima de la mesa de quienes tuvieron que abandonar todo atrás, las cosas son distintas. Porque no a todos se nos llena de igual forma la caja. Hay quienes la llenan de dulces y juguetes, y hay quienes la tienen llena de miedos, hambre y despedidas. Gente que vio el terror en donde una vez se echó las cartas con un amigo. Personas que desconocieron la felicidad y la paz. Seres humanos que les dolía el alma no poder darles una vida mejor a sus hijos y que por ello tuvieron que cruzar mares, por un contenido en condiciones. Dejaron atrás su idioma, sus calles, sus recuerdos para que hijos como yo, podamos tener nuestra caja de dulces y juguetes. Y, por ello es por lo que no podría estar más orgullosa y agradecida con ellos.
Es necesario que transformemos lo imposible en posible. Saltémonos la línea a la hora de pintar. Dejémonos el pelo largo. Y escuchemos nuestra música “rara”.
Y para todos aquellos que puedan llenar su propia caja, no os dirijáis con odio a aquellos que no puedan, sino, defenderlos. Cómo bien dijo un poeta: “Vive (…) sino mimando cada situación, escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño positivo, buscando el éxito del otro; y examinándote de la asignatura fundamental: el amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida”.
