
He escrito decenas de artículos sobre la hazaña más luminosa llevada a cabo por el pueblo andaluz en su historia reciente, así como sobre su trascendencia política, social y jurídica. He intervenido en numerosas mesas de debate y actos públicos revindicando que jamás caiga en el pozo de la amnesia el día de nuestra autodeterminación nacional. Redacté, junto con mi hermano del alma José Luis Serrano, un texto que sirviera de base para una futura ley que obligase a todas las instituciones públicas y centros educativos de Andalucía a rememorar aquel 4 de diciembre de 1977. He ido a tantos colegios e institutos con este mismo fin que he perdido la cuenta. Me he recorrido nuestra tierra, desde Ayamonte hasta Almería, desde Pedroche hasta Tarifa, dictando conferencias para que nadie olvide que exigíamos ser dueños de nuestro destino. También lo hice en Valencia o Cataluña, cantando nuestro himno emocionado con los hijos y nietos de la emigración, para recordarnos que el pueblo andaluz inundó las calles generando una cuestión de Estado. Acompañé a las hermanas de Manuel José García Caparrós en el mismo lugar donde asesinaron a Blas Infante, para que ninguna de esas muertes infames quede impune. Conservo en mi casa un mural que hicieron los niños y las niñas de La Guijarrosa en el que equiparaban aquel 4D con nuestro derecho a decidir, tal como había defendido en centenares de declaraciones públicas. Acudí a muchas de las manifestaciones que han mantenido prendido el fuego de aquellas reivindicaciones desde entonces. En algunas sostuve la pancarta que la presidía, en más de una leí el manifiesto que la convocaba, y en varias formé parte del comité que las organizó, especialmente en la inolvidable de Córdoba que atestó el Puente Romano de arbonaidas bajo la lluvia… Y nunca, jamás, sentí un átomo de nostalgia o envidia por lo que otros vivieron hace ya casi medio siglo. Cada vez que pude empuñar una pluma, un altavoz o una bandera, tuve claro que la memoria y la utopía son cabos de la misma cuerda. Y que aquel pasado tendría que ser el pilar sobre el que edificar nuestro futuro. Hasta hoy.
No he perdido la esperanza. No estoy cansado. No he dejado de creer en que este pueblo será capaz de volver a levantarse. Pero para eso, debe tener conciencia de que se encuentra de rodillas. Y no lo está. El partido socialista que fagocitó las secuelas de aquel estallido popular, más el nacionalismo andaluz y la izquierda que pactaron con él, no tuvieron la decencia de elevar a los altares institucionales aquel 4D cuando gobernaron. Y su dejación culpable la aprovechó Moreno Bonilla para blanquear el sibilino papel de los suyos aquel día, vaciarlo de contenido, cambiar el relato y convertirlo en un fósil político. No me queda otra, por respeto a lo que otros vivieron aquel día y por respeto a quienes la perdieron, que reprocharles esta desazón que siento por dentro, mezcla de rabia e impotencia, y maldecirles por el monstruo que han creado.
Hoy, cuatro de diciembre, la mayoría de nuestros jóvenes carecen de esperanza porque no la han conocido. La mayoría están convencidos de que su futuro se encuentra fuera de nuestra tierra. La mayoría ignora que sus abuelas y abuelos salieron a la calle para que no volvieran a pasar las fatigas por las que ellos pasaron. Y, lo que es más grave, la mayoría de sus padres y madres, también lo han olvidado.
La indiferencia de buena parte de la sociedad andaluza ante el desmantelamiento de nuestra sanidad o educación públicas, ante la pobreza de nuestros barrios y pueblos, ante la precariedad de nuestros trabajadores, ante el negacionismo climático o la violencia machista, me duele infinitamente más que el olvido. Han aceptado que sus males y sus soluciones siempre vienen de afuera. Son espectadores de su propia película. Y ya no sé cómo hacerles ver que pueden cambiar el final si toman conciencia de ser los protagonistas de su propia historia.
Hoy, cuatro de diciembre, volveré a colgar la bandera de Andalucía en mi balcón. Cerraré los ojos y recordaré aquella mítica fotografía de Carlos Cano y Salvador Távora en la que gritaban la urgencia de Defender Andalucía, hace ya más de 30 años. Y seguiré poniendo lo que en mi mano esté para que, al menos, mis hijos conozcan la esperanza y no me reprochen el día de mañana que fui cómplice de sus exilios.
Pero mucho me temo que la única forma de conseguirlo es que este día y lo que significa siga siendo maldito para las instituciones que pretenden convertirlo en un tótem de cartón piedra. Por supuesto que celebro que se estudie en los colegios, eso sí, siempre que se diga la verdad: que el pueblo andaluz no pidió la igualdad para todos los españoles, sino ser soberano para decidir sobre su futuro y no volver a depender de lo que otros decidan por él. El mensaje de los malditos. Benditos sean.






