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La Navidad como Acto de Resistencia: Más Allá del Consumo

23 diciembre, 2025

Redacción
Irene Ruiz. Letrada y coordinadora Local de IU.

Cuando se me solicitó escribir sobre la Navidad, experimenté una sensación de desconcierto que no pude identificar de inmediato. Me pidieron hablar de «la Navidad», pero… ¿de cuál? ¿De la que viví en mi infancia? ¿De la que nos enseñaron en la escuela? ¿De la que hoy se promueve desde octubre en cada escaparate? Esta contradicción me atravesó rápidamente porque, cuanto más reflexiono al respecto, más evidente me resulta que la Navidad actual no se parece ni a la que conocí, ni a la que fue, ni a la que debió ser.

La Navidad que recordamos y la que necesitamos

Cuando pienso en la Navidad, lo que me llega no son luces LED ni campañas de descuentos, sino una serie de imágenes, sensaciones y emociones que pertenecen a otra época: el aroma de la comida casera escapando de la cocina, las voces entrelazadas de una casa llena de gente, una mesa alrededor de la cual nos agrupábamos todos en busca de un lugar, la voz de la abuela insistiendo en que comiéramos más, las miradas y el brillo en los ojos. Aquello no era solo una festividad: era un refugio. Era la experiencia sencilla —y profundamente política, aunque no lo sabíamos— de sentirnos parte de un «nosotros», de ser familia, de ser comunidad.

Sin embargo, la Navidad actual no guarda relación con la que recuerdo ni con la que alguna vez fue. Y en esa distancia entre lo que conocimos y lo que vivimos surge una verdad incómoda: no ha cambiado la Navidad, ha cambiado la sociedad en su totalidad.

De fiesta ancestral a dogma… y luego a mercancía

Para comprenderlo mejor, debemos remitirnos a tiempos remotos, a la historia más antigua, cuando estas fechas, que hoy conocemos como «Navidad», coincidían con el solsticio de invierno, la celebración humana más antigua de la luz que renace cuando todo parece sumido en la oscuridad. En aquellos tiempos no existían doctrinas: existía la comunidad. Fuego, alimento, cuidado mutuo. La certeza de que, sin el otro, no se podía sobrevivir, en definitiva, la conciencia de lo colectivo, del bien común.

Con la llegada del cristianismo y la Iglesia, esta asimiló la Navidad, modificando símbolos y relatos, pero no logró borrar la raíz colectiva del rito, de la celebración. Bajo villancicos y misas, seguía palpando el mismo gesto ancestral: reunirse, compartir, cuidarse.

Con la expansión del capitalismo, los cambios fueron más drásticos. Donde la Iglesia reinterpretó, el mercado devoró. Transformó el fuego ritual en luces que ocultan el cielo, convirtió el alimento compartido en escaparates abarrotados, sustituyó el encuentro por la transacción y redujo la magia a un recibo de compra. Así, sin darnos cuenta, la Navidad dejó de ser un espacio de comunidad para convertirse en un calendario de consumo.

La Navidad como reflejo de nuestras fracturas

Lo preocupante no es solo que la Navidad haya cambiado, sino que este cambio refleja un deterioro colectivo más profundo. Vivimos en sociedades fragmentadas, donde el «cada uno a lo suyo» se ha convertido en la norma, donde el individualismo ha desplazado el concepto de «nosotros», de colectividad. Las relaciones se han vuelto superficiales, utilitarias. El capitalismo no solo nos ha arrebatado una festividad, ha debilitado los vínculos que nos mantenían unidos como comunidad.

Por ello, la nostalgia navideña no es solo un anhelo del pasado: es una intuición, un reconocimiento de que en aquellas cenas con mesas ampliadas y risas imperfectas había algo que hoy echamos en falta: un modo de vivir basado en valores, no en el capital.

Recuperar la Navidad: un acto político

Hablar de recuperar la esencia de la Navidad no es simplemente reivindicar una tradición perdida ni un gesto nostálgico; es un acto de resistencia, es un acto político y social. Lo es porque, en una sociedad donde todo se compra, apostar por el encuentro se convierte en un acto subversivo. En una cultura que premia la competencia, cuidar a los demás es un acto revolucionario. En un sistema que mide el valor de las cosas en términos monetarios, defender el calor humano es casi un desafío ideológico.

Es señalar que hay una forma de vida que nos están despojando: la de los vínculos, la del cuidado, la de la solidaridad, el sentido de comunidad, de «nosotros», de cooperación, que nuestros antepasados defendían frente al frío y que nuestras abuelas mantenían con una olla hirviendo.

Volver a la esencia de la Navidad —a la más antigua, a la más íntima— significa afirmar que no queremos una sociedad donde todo se compra, sino una en la que se comparte. Significa apostar por el apoyo mutuo en lugar de la competencia, por la conversación en lugar del ruido publicitario, por la comunidad por encima del individualismo.

Por tanto, recuperar la Navidad no implica restaurar una tradición religiosa ni un decorado infantil, sino recuperar la idea de que la vida se construye con otros, no contra otros. Significa rechazar una Navidad dictada por el capitalismo y abrazar una que nos permita recordar quiénes somos y quiénes podríamos volver a ser.

La memoria como brújula: hacia otro futuro posible

Quizá por eso los recuerdos de nuestra infancia nos conmueven tanto: porque contienen una lección urgente. Aquellas mesas en las que nos agolpábamos nos enseñan que la felicidad es siempre un proyecto colectivo. Que el calor que importa no proviene de una chimenea, sino de los vínculos que construimos y forjamos en comunidad.

Puede que no podamos restaurar exactamente aquellas Navidades, pero sí podemos recuperar lo que representaban: una forma de estar juntos, de comunidad, que desafiaba al frío y hoy debe desafiar al mercado. Y es ahí donde la Navidad, en su origen más antiguo, vuelve a tener sentido: como un recordatorio de que la luz solo renace si la sostenemos entre todos.

No se trata de preservar una tradición, sino de defender un modelo de vida. Y quizá —solo quizá— volver a la esencia de la Navidad sea comenzar a recuperar los valores esenciales que nos permitan vivir en comunidad, que defiendan lo colectivo, el bien común, y nos acerquen nuevamente a un «nosotros», a un mundo donde nos apoyamos en lugar de destruirnos.

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